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Mi Historia es el gentilicio

Eres tu historia, respondió papá por teléfono a un reclamo juvenil que le hice por carta (eran tiempos pre-internet). Me pareció una evasión inteligentilla para invertir responsabilidades, un cliché condescendiente ante mi enojo. La frase me cayó como una sentencia inaceptable, así que la guardé en el cajón de enunciados que sirven para cualquier ocasión. Y ocasiones sobraron.

​Entonces vivía en Edimburgo, donde me descubrí tan extranjera como en México, pero irremediablemente mexicana. Nunca escuché tan sentidamente el mariachi, comí tantos huevos con mole, vestí huipiles o canté a Juanga como en Escocia: ahí me instalé cínicamente y sin vergüenza en en el exotismo, en el puritito cliché folklórico, pues. ¡Ajúa!

¿Qué me hacía mexicana, más allá de haber nacido en México y de portar un pasaporte con el escudo nacional repujado en el plástico verde-bandera de la portada? Crecí recreando escenas de fotos de mis abuelos en una mesa austera donde las mujeres hacían patchwork en Gettysburg, en el jardín sembrado de papas de la embajada de México en Moscú, en un elegante salón en Washington DC, en un soleado patio valenciano donde había un pozo, en un barco que llega a Cuba desde España con una carga de artistas de zarzuela y opereta, en una expedición artística en burro por Venezuela, en hombres despidiéndose con champaña en algún hospital en Berna, y así.

Mi abuela Tina Cobo trae a México de Cuba a su amante, mi abuelo Alejandro Cobo, con la compañía Fe Malumbres.

Foto: 1937, archivo familiar

El álbum familiar es mi atlas del mundo: una pangea personalísima que he ido trazando, donde México se dibuja a gran detalle por ser el territorio más explorado; su cartografía está conformada por grandes zonas de terreno pavimentado levantado por raíces de árboles de hule, escupido por señores, encharcado con emulsiones pestilentes de las pulquerías. Crecer en el centro del Distrito Federal en los setentas fue como crecer en cualquier centro de ciudad europea: aún residían unos cuantos comerciantes libaneses, judíos y españoles antes de que migraran zonas más prósperas; mi escuela, las Vizcaínas, era y es una verdadera joya arquitectónica colonial, los parques apenas tenían parches de pasto protegidos por barandales verde bandera.

En el atlas hay lagos, montañas y mares. Son los menos, tristemente salía poco del centro. A veces acompañaba a mi abuela a los estudios América o a los Churubusco cuando actuaba en películas que formaban parte del atlas: algunas fotos son compartidas en el imaginario de muchos connacionales, como las del Jairo en Los Olvidados, la Manuela en El Lugar sin Límites, El Conde de Varville en La Dama de las Camelias, Antonio en El Rey del Barrio y Tlatelolco en el 85. Con mi abuela iba, tomada de la mano por 20 de Noviembre a la oficina de telégrafos para enviarle a su hermana gemela breves notas cuando había algo importante que contar: Roberto ganó un Ariel; celebramos mi santo con cocido; Alejandro murió; estamos bien tras el temblor.

Entonces, el telegrama era el Twitter: había que ser brevísimos por aquello del precio, yo pensaba que el telegrama llegaba más rápido mientras menos pesara, por eso estaba escrito sobre un papel delgadísimo. .

Me encantaba el chismógrafo, Snapchat; el periódico mural de la escuela, Facebook; el álbum de estampas, el instagram; el correo, el email. Esas redes más que medios, se han convertido en su conjunto en el espacio de contacto con quienes extraño, con compañeros de trabajo, con amigos y conocidos.

Quisiera decir que soy de nacionalidad interneteana. Va más con mi historia, con una legitimidad más amplia que la de la soberanía de un estado. Las redes son el lugar donde mi patria no se delimita por territorios físicos, donde la pertenencia sigue lógicas más laxas de integración; un espacio donde las etiquetas mujer, güera, artista, cuarentona, madre, feminista, divorciada, clase media, no cargan el peso de la nacionalidad. Para ilustrar, basta con ponerle la nacionalidad a cada palabra: mujer mexicana, güera mexicana, artista mexicana, cuarentona mexicana, madre mexicana, feminista mexicana, divorciada mexicana, clase media mexicana.

El problema es que esa nación, la de internet, tampoco define mi origen. El sistema algoritmocrático perfila a sus ciudadanos como usuarios, como consumidores potenciales de escriba aquí lo que desea adquirir; etiqueta los gustos, las tendencias, los datos particulares, pero sigue siendo limitado para dar cabida a los sueños que sus habitantes tienen: esos que nada tienen que ver con comprar cosas, si no con alcanzar ideales, los que se forjan con nuestra historia. Y para lograr eso, el historial de los navegadores se queda corto: es el álbum de cada persona el mejor historial, el pasaporte que nos otorga entrada libre de visa a cualquier nación.

Luis Quintanilla en su estudio

Treinta años después, no recuerdo porqué estaba enojada con mi papá cuando me soltó la frase que ocupa este texto. Extraño no tenerlo en vida para hacerle el reclamo existencial en turno. Quisiera una de sus netas de una frase para mantenerme ocupada los siguientes años, resolviendo el acertijo de la vida.

Mi papá, Luis Quintanilla, cerca de 1968. Archivo familiar

Hoy por hoy, no tengo la certeza de que soy mi historia, pero me reconozco mihistoriana, cuyo símbolo patrio es el viento que hace bailar a cualquier bandera.

Shhhh! video monocanal. 2 minutos - Grace Quintanilla.

Donde quiera que estoy, me preguntan de qué nacionalidad soy. La respuesta hacia afuera es que soy mexicana, y la respuesta más honesta me la doy a mi misma: soy mi historia.







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